200 años de Pan en Perú o del buen uso de las masas viejas
Texto y fotografías: gentileza Andrés Ugaz. Cocinero y Panadero con estudios en el Centro de Formación en Turismo CENFOTUR. Estudios en Ciencias Sociales en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Asesor de Promperú en conceptos y contenidos en la Feria Perú. Mucho gusto y Turismo Gastronómico
Para lograr mi primer libro de panadería viajé mucho siguiendo la pista de panes, molinos, panaderías y mercados. Y lo que más recuerdo ahora, son las conversaciones nocturnas con los maestros y maestras panaderas. Estoy convencido que ese viaje no ha terminado aún; en tanto la concreción de ese libro alentó otros caminos nuevos desde el pan. Antes de ver la luz “Panes del Perú: El encuentro del Maíz y el Trigo”, viajé por 12 regiones de mi país, durante casi 3 años. En ese entonces no era panadero, era un cocinero que ingresaba a un mundo hasta ese momento, desconocido y fascinante. Nocturno, íntimo y siempre, siempre en el aire, además del aroma más seductor inventado por el hombre, se transmitía complicidad, sigilo y esa forma de clandestinidad sin culpa tan familiar para todo panadero. A diferencia de la vorágine de las cocinas en pleno turno de servicio, las panaderías sostienen un ritmo asincopado y monacal. Las maestras y maestros panaderos me permitieron ingresar a sus talleres y mostrar sus procesos, incluso pude amasar y hornear. Fue en esa primera travesía que conocí y viví el ritual que se reproduce diariamente en todas las panaderías del mundo, una especie de misa laica que siempre la evoco sin audio, con el aire denso y agradable, y que inicia cuando el pan sale del horno y se fija en la memoria cuando es compartido en silencio. Repito, no era panadero con lo cual, la información técnica que recibí de los maestros ingresaba a mi libreta con el mismo peso de otros datos. Experiencia y tiempo dedicados al rubro, mentores, nombres de las variedades de sus panes e ingredientes más usados. Era información que se acumulaba aritméticamente. En sus talleres siempre habían masas encima de la rolas, tablones y artesas. Masas reposadas y serenas que ingresaban como ingredientes a mezclas nuevas. Esponjas, sobremasas y compuertas. Así las llamaban. No era capaz siquiera de intuir que la magia estaba en esas masas viejas. Me limité sólo a tomar nota de sus ingredientes y proporciones. No podía descifrar que el impacto de estas masas era geométrico más que aritmético. Que las masas viejas le asignaban al proceso del pan, además de la dimensión física y química fácil de intuir – y controlar- una dimensión biológica. En esas masas había vida, colonias de levaduras díscolas y anárquicas conviviendo con bacterias, que sólo existen gracias al pan. No tenía aun ni la más lejana idea de que a diferencia de la cocina, el panadero artesanal se enfrenta a ingredientes vivos y que logra lo que logra, no por imposición sino -en palabras de Michael Pollan-, en la capacidad de alinear sus intereses con los de esas colonias de microorganismos, cuidándolos, alimentándolos y manipulando las masas como bebés recién nacidos.
Fermentaciones largas y el uso de esas masas viejas portadoras de micro universos de cultivos, que le dan sentido a esa categoría tan de moda en la panadería, la panadería artesanal
Nunca imaginé que sin siquiera haber publicado el libro fuera propuesto como responsable del equipo peruano de panaderos que nos representaría en torneos internacionales y que en pocos meses llegaría a Francia con el equipo de seleccionados. El entrenamiento en técnicas de panadería artesanal la recibimos en Lille al norte de Paris, en el baking center Lesaffre. Lo más cerca que podría ser la Nasa de la panadería. Donde la tecnología está al servicio de la tradición panadera. Mesas de trabajo cuyos tablones son de sólido maple y estructuras de acero, hornos con tableros electrónicos, temperaturas diferenciadas en la base y techos, pero con piedras lajas como piso para el horneo. Canastas forradas en lino para las fermentaciones largas; pasando por la sobre especialización de insumos básicos, donde por ejemplo existe un tipo de harina únicamente para los baguettes y se diferencian más de 10 tipos de agua según su carga mineral. Pero sobre todo lo que más me sorprendió fue el reconocimiento que había por los panaderos en esa pequeña y bella ciudad colindante con Bélgica. Una ciudad que olía a levadura y donde un panadero goza del mismo estatus que tiene un cirujano o un físico nuclear. De hecho, ya en los talleres, con sus guardapolvos blancos y manos de pianistas reforzaban esa analogía y sobre todo la seguridad que tenían sentí que no se sostenía sólo en reconocimiento social y económico que gozaban, ni siquiera en los laboratorios y equipos que tenían a su disposición, sino en sus prefermentos. De nuevo esas masas viejas, llamadas prefermentos, masas madres, poolish y bigas. Revisando las anotaciones de mis viajes eran las mismas que usaban nuestros panaderos de Cusco, Arequipa, Tacna, Moquegua, Ayacucho y de la Amazonía. Ya no se llamaban compuertas, sobremasas o esponjas. Pero eran las mismas y en proporciones idénticas y con los mismos fines y aportes para los panes finales. Sólo que menos glamorosas, protagónicas y reverenciadas. Esa fue para mí una revelación, nuestros panaderos andinos y amazónicos llegaron a las mismas respuestas que sus colegas europeos frente a las mismas preguntas que se enfrentan todos los panaderos del mundo. ¿Cómo lograr una obra maestra tan sólo con harina, agua y sal? Y la respuesta que llegaron en cada esquina del mundo en su propio ritual, fue la misma. Fermentaciones largas y el uso de esas masas viejas portadoras de micro universos de cultivos, que le dan sentido a esa categoría tan de moda en la panadería, la panadería artesanal.
Lo que alcanzan esas masas viejas es una hermosa metáfora de lo que somos con lo fuimos en un trozo de pan. Ese diálogo intergeneracional y el testimonio de un viaje, la posta recibida y los puntos de sutura o soldadura invisibles que me ayudaron a entender la complejidad de la palabra patrimonio. Es increíble el poco interés que tenemos en esta parte del mundo en aquello que nos afirma y nos da un nombre en la panadería mundial. Esas particularidades tan importantes como el uso de las papas nativas, camotes, quinuas, yucas y plátanos en sus panes. En la tecnología de la fermentación, con el uso de chichas o masatos (yuca fermentada) y siempre con fermentaciones largas. Y sobre todo con la carga simbólica y ritual de sus panes, que en muchos casos marcan el calendario, tangibilizan fiestas y celebran a los que ya no están. Es importante que esto siga ocurriendo y que podamos visibilizar al panadero y panadera y valorarlo en su real dimensión: portador cultural y agente social.
De nuevo esas masas viejas, llamadas prefermentos, masas madres, poolish y bigas. Revisando las anotaciones de mis viajes eran las mismas que usaban nuestros panaderos de Cusco, Arequipa, Tacna, Moquegua, Ayacucho y de la Amazonía
De esto tratará el libro 200 años de pan en el Perú, cuyo laboratorio será Kala Tanta, el taller de panadería artesanal que junto con mi compañera de vida y esposa Gabriela, abrimos hace ya seis años en el Callao, y que durante la pandemia la refundamos desde los panes regionales y que los hogares de la capital recibieron con extraordinario cariño. Buscamos recuperar la memoria del pan y ponerla en diálogo con nuestros tiempos. Valernos de la panadería como un intérprete de un territorio y desde ella y las personas vinculadas a toda su cadena de valor, generar procesos de registro, alentar la restauración física de espacios como molinos y panaderías tradicionales para futuras rutas del pan. Estos últimos meses en que sentimos que todo se puso a prueba, las recetas de mi primer libro – de hace 13 años- y el buen uso de las masas viejas, nos sirvieron muchísimo. En las Chaplas de Ayacucho, los Tres puntas de Arequipa, las Wawas de Cusco, las Cachangas de Piura, el tolete de esa Lima de mi infancia, constatamos que vivimos en una ciudad migrante que valora mucho estos panes. Este libro será un homenaje a la panadería regional contada desde historias de vida de panaderos y panaderas de todo el Perú, con sus recetas familiares y sus técnicas artesanales que aspiramos se tomen en cuenta en las escuelas de formación de futuros panaderos.
Pero sobre todo y en este año particular, en que cumplimos dos siglos de república, nos sentimos capaces de contar la ruta que recorrió el pan en el tiempo y en la geografía hasta llegar a nuestras tierras. De Mesopotamia a Tumbes, el encuentro entre el maíz y el trigo, el rol de los panaderos en el movimiento gremial, en la política, en la economía, en la articulación del campo y las ciudades, en los rituales, celebraciones, plazas y mercados. Es posible contar ese viaje del pan en las múltiples migraciones y mestizaje que representa el pasado común de muchos peruanos y peruanas, que por cotidiano y obvio muchas veces no ha sido percibido, pero que en la riqueza vigente de las expresiones de nuestra panadería regional, urbana y rural nos dan clara cuenta que podemos contar y celebrar nuestro bicentenario desde nuestros panes, nuestra gente del pan y desde nuestras masas viejas.