MUGARITZ
El Mugaritz, el 9° mejor restaurante del mundo, empezó sin clientes, como el Bulli. A su dueño, Andoni Luis Aduriz, lo alarman “los dulces”. Es el cocinero diario de su hijo, aprendió de una niña de Chernobyl. Considera que la historia del plato es su sexto sabor. El 2016 desordenó el orden de su carta, y este año quitará los postres.
CLASIFICAN AL MUGARITZ, ESPAÑA, como “el 9° mejor restaurante del mundo”. Con dos estrellas Michelin, infinidad de distinciones y premios, la intensa carrera de Andoni Luis Aduriz se puede leer en Wikipedia. Fue un muchacho de indecisos intentos universitarios, a quien su madre puso a trabajar en una pizzería, “para que no le faltara la comida”. Pero con tenacidad vasca logró interesar a los grandes chefs y convertirse en rostro mundial de la gastronomía. En estos días volvió a Chile, al festival Ñam. Declara: “Me interesa todo. Soy una persona curiosa, me gusta saber y más aún, tratar de entender”. Ha escrito y colaborado un buen número de libros, es ameno columnista de El País y suele usar hierbas en sus platos.
Andoni Luis: “Las flores tienen texturas que sólo puedes encontrar en ellas. Aterciopeladas, únicas. En diferentes platos, las he combinado como en un huerto. Me gustan las hierbas silvestres, no tanto como un ejercicio sobre aromas y gustos, sino como un ejercicio social, por los efectos. Cuando empecé en el Mugaritz venían pocos o ningún cliente. Si llegaba uno era un tesoro, y debía darle algo especial por su dinero. Me comprometía a reunir productos silvestres cada mañana, para él, como no existían en el mercado. Trascendía lo simplemente económico. Era un esfuerzo para darle algo único a la gente, en retribución”.
El Mugaritz empezó sin público, como el Bulli en su primera época…
“Exactamente. Por eso existe el Mugaritz. Porque si uno no pasa por ese Bulli de 1993, cuando yo estuve, con días de cero clientes y una atención y pasión brutales, no hubiese podido entender lo que debía superar el Mugaritz. Cuando uno tiene una cocina de mucha identidad está tocando los gustos generales. A una persona local no le interesa pagar el precio de una comida, no le ve el valor y no le va a gustar. Porque no cocino para que te guste, para asaltar tus gustos, sino para ofrecerte algo que desconoces y aportarte algo, una historia, si quieres entrar en el diálogo. Hay gente que no puede pagar, pero la paradoja es que yo tengo más clientes que están ahorrando todo el año para venir a comer una vez, mientras que a clientes con dinero que podrían pagar todos los días una comida del Mugaritz, les interesa una mierda. Esto es una cosa que la gente se olvida. Y a veces dan por hecho que un restaurante como el Mugaritz, o el Boragó, por ejemplo, están hechos para snobs, y eso no es verdad: la cocina con mucha personalidad es para gente sensible”.
Puedes darte el lujo de cocinar todos los días para tu hijo Haritz (Haritxi, en diminutivo). Te preocupa el aumento de la obesidad infantil. ¿Cómo ves la relación de los niños y la comida?
“Estoy absolutamente alarmado y escandalizado. Hicimos hace unos años un proyecto de innovación social sobre alimentación, con los ‘chuches’ (dulces o caramelos en España). Detectamos su valor simbólico, su función. Ese no alimento está en los límites de la marginalidad, y por ello no se le presta mucha atención. Fenómeno que aclara lo que está pasando en el mundo, la tensión en el ámbito de la alimentación. Cuando tú eras niño algo te daban de premio, y de seguro los fines de semana. Entonces era un día especial. En cambio hoy ves que los niños están todo el día comiendo dulces o ‘chuches’. Y encima lo permiten los abuelos. Además las golosinas son gustos locales: picantes donde se acostumbran los elementos picantes, con fermentos donde ellos importan. La golosina ancestral ha mantenido los rasgos de las culturas donde estaban integrados, pero se ha desdibujado. Hay un proceso de globalización del gusto, los dulces se volvieron globales, homogéneos, universales, y nos uniforman el gusto. En golosinas y alimentación. Es importante que la gente lo sepa y asuma su responsabilidad individual. Y la gente no quiere saber. Así la culpa será de la gran industria, de los gobiernos, de todos, menos mía. Un problema gordo, cuando hay libertad individual también hay una responsabilidad individual. Yo cocino todos los días, a veces muy cansado. Pero a mi hijo le voy a poder dejar, con suerte, idiomas, que tenga vivencias y que haya viajado mucho, que conozca las diferencias del mundo. Yo hasta los 18 años nunca me había subido a un avión. Mi hijo, con seis años, ha estado en Tailandia, Taiwán, China, Sudáfrica, Mauricio, Senegal, en media Europa. Con sus años vive con naturalidad. Rodeado de gente de color y comiendo sus comidas: la historia de cada una es su sexto sabor. En mi familia comer es una fiesta. Nos sentamos a la mesa y es una celebración. Preguntas: ‘Haritz, tu mamá está de trabajo y nos vamos a comer por ahí, ¿qué quieres?’. Y responde: “Pescado, quiero comer pescado”…
¿Cómo se enseña a comer pescado?
“Hace unos años fui a un congreso de ciencia, donde un estudiante intentaba promover el consumo de pescado en la población europea, con grupos de trabajo, de investigación, que camuflaban las grasas del pescado, los ácidos grasos, en forma de crepe de chocolate, de helado. Quedé fascinado: ‘Sí, el futuro pasa por camuflar las cosas…’. En mi ponencia dije: ‘¿Saben por qué como pescado? No porque sea sano, sino porque me hace feliz’. Y pago mucho por uno bueno. Lo como porque me gusta. Eso es lo que he tratado de hacer con mi niño: le encantan las cocochas (kokotxas, parte inferior de la barbilla de la merluza con la que se prepara un famoso plato vasco), a veces rebozadas, que a veces un adulto con mundo no se las come. Niños y adolescentes tienen un problema, y es que les falta un filtro sobre las cosas. Cuando pones un plato de comida, y de repente un niño pone los ojos como plato, se lanza y se lo pone a comer, y da lo mismo que haya más personas, es que en realidad lo siente así. Entonces estoy feliz de verle desbocado, sin control, comiendo cocochas. Se puede comer un plato él solo, y se vuelve loco”.
Chipirones para una niña de Ucrania
“También trato que cocine. Porque aprendí una cosa maravillosa. Durante cinco años traje a una niña de Ucrania, de Chernobyl, a pasar el verano con nosotros. Esa niña, al final de los dos meses que estaba y con el sol, cambio de dieta, aire limpio, se reponía de peso, mejoraba la estructura del pelo, la renovábamos para afrontar los diez meses venideros en su Ucrania natal. Aprendí con la niña que con seis años llegó a mi casa, con una cultura distinta: teníamos un problema tremendo con la comida. ¿Cómo hacer que un niño que viene con gustos adquiridos los modifique? El modo fue cocinando con ella. Me ayudaba, con mi niño hacemos lo mismo. Con ese plato, que hemos hecho Haritz y yo, consigo que coma cosas que de otra manera no comería. He conseguido que eso tenga un enganche emocional. Porque él nos está mostrando lo que ha cocinado. Y con la niña enfrenté cosas muy exóticas para ella, como los chipirones (calamares) en su tinta. ¿Cómo hago para que los coma? Muy fácil: al hacerlo ella no veía el resultado, una cosa negra: iba sintiendo el olor que desprendía, distrayéndole las papilas, y decía: ‘que bueno, que bueno’, y le señalaba cómo cambiaba el olor. Y a través de enseñarle el proceso, la niña entró a aceptar”.
¿Qué traerá el Mugaritz 2017?
“Hacemos vacaciones de diciembre a enero, porque en Mugaritz hay gente de más de veinte nacionalidades. Luego empezamos la creatividad de enero hasta abril. Antes era tiempo de nervios, ahora lo profesionalizamos. Vamos a seguir como el Mugaritz de los últimos años, pero todas las recetas son nuevas (un promedio de 100 a 120). Ferran (Adrià), que vino el año pasado durante nuestro período de creatividad, me sugirió que hiciera un catálogo de cada año. Este año como novedad quito los postres. No porque quiera hacer una locura, sino por responder a un proceso, pensar y repensar las cosas. El año pasado decidí cambiar el orden lógico de los menús, en vez de primeros platos, pescados, carnes, postres. Esto tiene que ser como una novela, o una película. Tienen que pasar cosas, tienes que elegir los puntos. Esto pasa hasta en los hermanos Grimm, hasta en la Biblia: los milagros no pueden estar seguidos. Y ahora quito los postres: yo no como postres en mi casa. Porque no. Cuando salgo como arroz, y algo para picar. No termino con carne, o con pescado. Empezamos en ese proceso, desdibujamos los menús, los ordenamos de otra manera. Es maravilloso, porque cuando estás comiendo un menú de 25 cosas y no tienes el menú delante, pierdes la referencia, y de repente estás tú frente a ti. ¡Es maravilloso! Especialmente si lo que quieres es provocar que la comida cuente algo más”.
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