La Calma by Fredes
Todo el mérito está en el pez
Costosa y sin concesiones, la rigurosa selección de óptimos productos de mar define a la pescadería La Calma en Vitacura, que rechaza emplear productos congelados o fileteados. Pero aún en tiempos complejos, con sencilla pero fundada cocina autoral y durante una década, ha hecho escuela con un público que descubre el más desconocido y valioso mérito de las delicias que nos guarda el océano. Y apunta a la perfección que rige el consumo de pescados y mariscos en países donde este conocimiento es forma de vida.
Esta no es una época cualquiera para la gastronomía chilena: una alta cifra de los restaurantes que han sido referentes de lo que se come en Chile en los últimos años está en venta. El cierre por pandemia y por agitación social, por efectos de la distante guerra rusa en Ucrania, sumada a la indesmentible alteración medioambiental y la inseguridad planetaria sobre el próximo futuro, tiñen de sospecha todo el paisaje.
En la primera mitad de este año reabrió La Calma en Nueva Costanera, definido como un restaurante de pescados en Vitacura, de alta calidad. Su nombre no es una palabra pensada a la rápida. Ignacio Ovalle, chef a cargo, repasa su sentido. Como lo que está siempre antes y también después del temporal. Un bien sencillo pero que todos buscamos, y no siempre se alcanza. Y, por cierto, una paradoja en el real mundo de la cocina, hecho de constantes y renovados sobresaltos, donde sólo se avanza con el elusivo y último propósito de que todo quede en su verdadero lugar.
El proyecto de La Calma comenzó el 2012 con Luis y Gabriel Layera, padre e hijo. Ellos empezaron trabajando el complejo, delicado y variable negocio de proveer de pescados y mariscos de calidad a los buenos restaurantes capitalinos. Un singular trabajo imposible de normalizar para asegurar con facilidad una entrega sistemática o, al menos, previsible.
Las capturas de pesca en Chile son excelentes, gracias a la corriente fría de Humboldt; pero el cambiante humor del Pacífico y sus marejadas convierten este trabajo en muy laboriosa y complicada tarea. Por otra parte, carecemos de profundas tradiciones de cocina de mar –compartidas entre recolectores y elaboradores, con los consumidores–, al nivel extraordinario de países como Japón, Portugal o los mediterráneos, por ejemplo.
Más allá de los productos conocidos comúnmente, los Layera agregaron el selecto surtido de pescados de roca de nuestras costas nortinas. Con la condición de alta gama: del pescador al restaurante.
PESCADOS IGNORADOS
Con una variedad de pescados posibles que incluyen pejeperro, bilagay, cabrilla, en su momento, jerguilla, rollizos, babuncos, apañados y todo el resto del tesoro de sabores que puede entregar la zona central de Chile. Incluyendo por cierto locos, lapas, chochas y otros caracoles y bivalvos, potenciando los piures. E investigando toda la oferta posible.
Comenzaron como proveedores de pescados de restaurantes del rango del Ópera Catedral, de la Ambrosía con la “china” Bazán en la cocina, y de Marco Baeza en el Naoki. O sea, con los restaurantes que le pudiesen pagar lo que el pescado vale, en su versión más exigente.
El proyecto de La Calma comenzó el 2012 con Luis y Gabriel Layera, padre e hijo. Ellos empezaron trabajando el complejo, delicado y variable negocio de proveer de pescados y mariscos de calidad a los buenos restaurantes capitalinos.
Sin comprar ni congelados, ni fileteados, ni de segunda vuelta: sólo hay espacio para el mejor pescado sacado del mar, puesto en el restaurante. Y de ahí les nació la idea de poner una marisquería en Vitacura. Acá se había desocupado el local de las ostras de Pancho Mandiola (El Europeo) y el 2016 echó a andar La Calma, restaurante familiar.
El comienzo lo cuenta Ignacio Ovalle: “Después los Layera trabajaron con Mauricio Fredes, de La Vinoteca. La Calma fue el favorito de ese conglomerado de locales. Por valorar producto: un bien pequeñito, cinco peldaños más arriba que los otros por técnica, prolijidad y sencillez. Creo que la definición está en ‘un lugar para venir a comerse su porción generosa en tamaño y también en frescura; con acompañamiento perfectamente bien hecho, con productos que no son comunes. Con un jugo de almeja simplemente de autor, usado como base de un mariscal’. Porque un restaurante que llena de salsa los pescados, deja de ser puro. En cambio, un mariscal totalmente fresco, no tiene precio”.
El cocinero Ignacio Ovalle cuenta su natural vínculo con la cocina. Explica: “Soy de Colina, tuve la suerte de nacer en una casa donde se cocinaba diariamente. Por mi abuela, por mi mamá. Mi abuela tenía un negocio de barrio antes de que existieran los supermercados; eran minimarket con de todo a granel, en los tiempos del azúcar por saco y los productos con poruña, y de aceite en tambor que se medía con bomba de mano. En mi casa se hacía arrollados y se cocinaban prietas. Tenía una tremenda mano, es un ejemplo de vida. Los domingos vas a almorzar y hay cuatro platos distintos. Porque somos tres hermanos y cada uno con su familia, con nietos y bisnietos. En esa casa se cocina, y de ahí me viene”.
En esos tiempos no era buen proyecto de vida ser cocinero, por lo que Ignacio estudió arquitectura. Pero no era lo suyo. En cambio, la cocina siempre fue para él una atracción que requiere estar diariamente en ello. El día a día, preocuparse de todo. Como en la casa; sólo cambia en una escala con mayor exigencia.
Sin comprar ni congelados, ni fileteados, ni de segunda vuelta: sólo hay espacio para el mejor pescado sacado del mar, puesto en el restaurante. Y de ahí les nació la idea de poner una marisquería en Vitacura.
Trabajó en miles de cosas, estudió hasta tercer año de cocina con Paula Larenas, en Incacea. Iba a eventos, hizo de copero y de garzón. Conoció a Hernando Gutiérrez, aprendió en muchos restaurantes por ahí. Ni siquiera se tituló. “Mis compañeros titulados de entonces no están trabajando hoy día…”.
Su sueño era irse a aprender a Francia, la verdadera capital de la gran cocina mundial…
Como no pudo, lo más cerca que logró fue ponerse a la orden de chefs franceses y belgas. Con la suerte de empezar con Frank Dieudonné el 2005 cuando partió en el restaurante Ópera Catedral.
Que hizo época, al transformar uno de los últimos emporios de barrio que existieron en el centro de Santiago en un salón de muy buen gusto, con una atención, presentación y carta que hicieron época, hasta sus “pollos trufado en dos tiempos y los huevos de yema a baja temperatura”, con una clientela entusiasta. En el piso superior apuntaba a un público más joven. El entusiasmado Ovalle consiguió una práctica de seis meses, y se quedó diez años haciendo carrera.
A los seis meses ya era jefe de cocina, de confianza de Frank. “Tuve la suerte de estar allí, de aprender el respeto por los productos, de trabajar en primera línea. En esos tiempos, junto con el restaurante Europeo, gastronómicamente hablando no había ningún lugar mejor en Chile. Era un aliciente para vivir en la búsqueda constante”.
Cuando Frank se pasó a la cadena Radisson, Ovalle siguió aprendiendo en el Ópera, y aprovechó la calidad del reemplazante, Mathieu Michel. Y por fin salió a Francia, a aprender la disciplina y la fortaleza laboral gala de cocina francesa contemporánea. En el Instituto Paul Bocuse, en 2013. En esos años cierra el recordado Ópera frente al cerro Santa Lucía.
Mauricio Fredes quería hacerse cargo de La Calma, pero Gabriel Layera regresó a Málaga, España. Al empezar el 2022 tomaron Fredes y Ovalle la decisión de abrir el local. En enero realizaron la remodelación necesaria y en marzo ya estaban funcionando.
Casi como una declaración de principios, el ticket promedio es de $50.000 por persona. Hay que observar, además, que no incluyen dos especies que están absolutamente masificadas en la oferta nacional: el salmón y la reineta.
“Creo que la definición está en "un lugar para venir a comerse su porción generosa en tamaño y también en frescura; con acompañamiento perfectamente bien hecho, con productos que no son comunes”, explica Ignacio Ovalle
La Calma en manos de Ignacio Ovalle continuó con los platos marinos de Gabriel Layera. Pero en la búsqueda de la excelencia, ¿qué consideración había con la persona en la mesa que no comía pescados o mariscos?
En el nuevo proyecto de este año pensaron que valía la pena incluir algunos platos que tuvieran valor por sí mismos, no sólo como un relleno para quienes no comían pescados o mariscos.
La solución fue el cordero. Parralino, de tanta calidad como los pescados, en cortes de entrecot, de lomo de 120 gramos. O una lengua de ternera, en demiglace de vacuno y piure como variante. O lengüita braseada con ostión. O un pollito de grano francés, como el coquelet.
Al mismo tiempo, se han creado contactos con buzos proveedores de la V Región, de Laguna Verde, de Cartagena y alrededores. Además, un equipo de apnea del norte asegura abastecimiento de alta calidad. “Si el producto no está muy fresco y excelente, preferimos no tener” es la norma.
Y el procedimiento debe ser también riguroso. Sacan los productos en la tarde, los ponen en un camión refrigerado y llegan vivos al otro día. Es la fórmula para el ostión, la macha, pero sólo cuando tienen un calibre mayor de seis o siete centímetros. Para lograr esos resultados conocen y se hacen amigos de pescadores expertos, tienen una sorprendente red de contactos, se fortalecen en el Terminal Pesquero. “Allí hay grandes personas, que son ejemplares contactos si se tratan con respeto” dice Ovalle, recordando este mundo que se mueve mientras el resto de la ciudad duerme. Cita a personajes como Raúl Tapia o Jaime Vásquez, ejemplos motivadores en esta dura actividad.
“Si quieres tener buen pescado, duerme menos” es la fórmula del éxito que resume la norma de esta exigente e insospechada especialidad del comercio alimentario. Cuya verdadera proyección ni siquiera somos capaces hoy de vislumbrar.
El cocinero Ignacio Ovalle cuenta su natural vínculo con la cocina. Explica: “Soy de Colina, tuve la suerte de nacer en una casa donde se cocinaba diariamente. Por mi abuela, por mi mamá”.
CONCLUSIONES DEL CHEF
“Este trabajo demanda muchas horas, pero es enriquecedor. Con qué me quedo: quiero que la gente descubra que tenemos un tremendo mar. Porque, con una costa tan inmensa no demostramos lo que somos. El Terminal Pesquero debería tener restaurantes, cocinerías que funcionaran de noche, porque eso somos. Acá es imposible traer un pescado vivo a casa, como ocurre en los mercados de Japón. Donde hacen el corte que no causa sufrimiento al animal, y saben sacarle provecho al producto. A mí me fascina. Y es un privilegio trabajar donde la materia prima lo es todo. No pierdo la esperanza de que haya restaurantes así, para todo. Aunque sea más caro, porque tiene que serlo por la calidad que se logra. Con un servicio de vino adecuado en temperatura, la copa, los vinos, las cepas. Es hacerte sentir bien. Yo sería caro si lograra eso: ese es el justo valor de las cosas, cuando todos los elementos son de calidad. Ese servicio hoy está casi extinto. No pertenezco al nivel de la gente que viene a comer acá, a La Calma: pero tiene que existir un lugar así”.
La Calma by Fredes
- Nueva Costanera 3832 local 2, Vitacura
- Teléfono: +569 9613 0353
- Horario: martes a sábado 13:00 – 16:00 / 19:00 – 22:00
- domingo 13:00 – 16:00 - lunes cerrado
- Contacto: reservas@lacalma.cl
- Instagram: @lacalmastgo
- Web: www.lacalma.cl
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